Si algo mueve la adopción es, al menos en apariencia, el amor. Amor hacia un ser humano al que se acoge y se nombra como hijo o hija. Pero si ese amor es real, entonces debe expresarse en su forma más plena: en el reconocimiento de la dignidad, de la identidad y de los derechos de ese ser humano. Amar no puede ser nunca poseer ni amputar. Amar exige acompañar, sostener y devolver lo que le pertenece por derecho: su origen, su historia, su filiación, su libertad de ser.
La paradoja es cruel: cuanto más “bien” funciona la adopción —cuanto más perfectamente logra instalar el nuevo relato y hacer olvidar el anterior—, mayor es la enajenación de la persona adoptada. El éxito del sistema se mide en el fracaso de la verdad. Y esa “normalidad” reeducada implica la alienación de grandes sectores sociales, habituados a ver la supresión de derechos fundamentales como si fuera un acto de amor. Quienes logran despertar y señalarlo se encuentran a menudo con la incomprensión, el descrédito y la impotencia.
Desde un punto de vista bioético y de derechos humanos, la adopción no superaría la mínima prueba de seguridad que exigimos a cualquier intervención sobre un ser humano. Si fuera un medicamento, bastaría con los testimonios de sufrimiento, los cuadros de depresión y los suicidios vinculados para detener su aplicación. La dignidad humana no puede subordinarse a la comodidad del sistema ni al alivio que da a terceros. El fin no justifica los medios cuando el precio es el identicidio de miles de vidas.
Por ello, la abolición de la adopción no es un ataque al amor, sino una consecuencia necesaria de él. Es reclamar que ese amor no sea excusa para mutilar, sino fuerza para restituir. Defender la plenitud de derechos de quienes han sido adoptados significa abrir caminos nuevos de cuidado y responsabilidad que no dependan del borrado ni del sometimiento. Significa que el amor que muchos dicen sentir pueda, al fin, transformarse en respeto real y en justicia verdadera.
Porque amar de verdad a una persona adoptada —a todas las personas sometidas a la adopción— exige reconocerla en su integridad, devolverle lo que le fue arrebatado y acompañarla sin condiciones. Ese es el único amor digno de tal nombre: un amor que respeta, que libera y que no necesita mentiras para sostenerse.

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