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¿Qué hago?

¿Qué hago?

Cuando la inmensa mayoría de las personas no quiere pensar en algo, pero eso causa un profundo dolor a una minoría que resulta ser también víctima de esa misma mayoría, entonces, ¿qué hacemos? ¿Qué hago yo?

Yo sé algo que nos compromete a todos, porque todos somos ciudadanos en este pequeño mundo azul. Me compromete a mí a divulgarlo, y os compromete al resto tanto si lo ignoráis como si lo
valoráis.

No puedo callarme, ni puedo “respetar” a los victimarios. Así que os provoco sentimientos desagradables al escuchar que formáis parte de los victimarios si no dais un paso atrás en el abuso social contra menores indefensos, que también son seres humanos como todos nosotros.

Puede sonar “simplista”, pero ya no caben posturas de “neutralidad” entre la víctima y el victimario. Y sé que es duro reconocernos incluso como víctimas que, con el tiempo, hemos acabado siendo cómplices y, con ello, victimarios.

He visto que los principales agresores no se reconocen como tales; se creen con derecho. Sus relatos y discursos alienan al resto y manipulan incluso su buena voluntad. El agresor quiere ser visto como salvador, generoso, bueno, el que destaca sobre los demás porque participa en primera persona en el ritual. Se implican tanto que llegan a negarse a sí mismos para no ver lo evidente: el abuso del que participamos todos al no reconocer —o incluso negar— la agresión, o al considerar intocable la mera posibilidad de plantearla. Lo viven como un sacrilegio a sus “valores”.

No estoy planteando una ideología contra esa violencia. Estoy señalando que esa violencia nace de una ideología supremacista, incluso genocida.

¿Reconocemos que estuvo mal cuando se hizo hace un siglo y no vemos que hoy seguimos haciéndolo?

Supongo que sabes de qué hablo: hablo de prohibir la identidad de nacimiento como amputación, lo que supone un identicidio. Para justificarlo, hay que pertenecer a la ideología de quienes defienden que “es bueno”, incluso cuando las víctimas huyen, se alejan, se suicidan o lo denuncian. Pero siempre se las descalifica: desagradecidos, malvados, rencorosos, trastornados, locos, incluso sádicos. Prefieren tachar de sádica a la víctima antes que escuchar su denuncia.

Estoy muy cansado de ver que casi nadie reacciona, que nadie se levanta. No estamos siendo capaces. Yo tampoco. Muy cansado.

Estoy harto de reprimir la violencia natural contra ellos, tal vez también contra algunos de vosotros. ¿Alguna vez te has sentido agredido, difamado o insultado por mí al no reconocer los hechos que expongo?

Sé que mis palabras pueden ser agujas, dagas, incluso una lápida cayendo encima. Pero son solo palabras. Solo tienen valor si son verdad. Nadie daría importancia a algo evidentemente absurdo.

Pero no, no es absurdo. Y yo me siento muy solo en la necesidad de denunciar lo que ocurre: cómo como sociedad maltratamos desde las instituciones y profesionales hasta los vecinos y supuestos amigos. Mira bien: fallamos todos cuando nos calla el miedo y no denunciamos.

Miedo.

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